El agua se sacudió y una espesa espuma blanca rodeó a la Hidronave Torpedera que patrullaba, sin premura, el canal. El Sargento Smith y Humo no se inmutaron, siguieron mirando, duros, el horizonte. Daba la sensación que el sol se hundía, como una esponja vegetal, en el agua. Cuatro soldados sin nombres subieron a cubierta, saludando con el maximum respeto al Sargento. Humo ni los miró, aunque los cuatro soldados se detuvieron en las distintas quemaduras que poblaban el cuerpo de Humo. Adentro, en el cuarto de máquinas, el siempre sonriente Almirante, frenó el motor. El clima era húmedo y el calor se hacia cada vez más agobiante. Qué mierda hacés, gritó Smith. Del fondo del canal brotaron unas burbujas que apestaron las aguas pero a ninguno de los tripulantes de la Hidronave les afecto. El almirante subió a cubierta, casi no pasaba por la puerta y su ropa no combinaba con las del resto del escuadrón. Su pantalón y remera siempre planchada y ajustada sacaba de quicio a Smith. Por eso, el Sargento seguía, en voz alta, insultando al Almirante y esté, una vez llegado a cubierta, como de costumbre, seguía con su sonrisa dibujada de oreja a oreja.
Una mano gigante salió del agua y se llevó a dos de los soldados, hundiéndolos ante la vista de toda la tripulación. Nadie lloró. Es cierto, eran duros. Pero aún así, no estaban a acostumbrados a semejante acto de finitud. Smith sacó su arma y estirando, con cuidado, la articulación del codo hacia delante, ordenó avanzar hacia la no tan lejana orilla. A estribor, se oyó decir al Almirante que intentaba corregirlo. Que insoportable, pensó el sargento y tenía ganas de decirle a Humo que baje y lo liquide. Pero era mejor esperar. Ya le borraría esa sonrisa imbécil. El movimiento de las aguas era cada vez más intenso. A poco estuvo de darse vuelta la nave, pero por suerte, o gracias al Señor, como bien lo pensaba Humo, pudieron desembarcan en una diminuta playa que daba a un gigantesco acantilado. Decidieron tomar un merecido descanso. Los dos soldados hicieron el trabajo más pesado, mientras Smith, Humo, y el entrometido Almirante, patrullaron la diminuta zona.
Había rastros extraños, indescifrables: telas agujereadas de posibles tiendas de campaña, plásticos de tamaños insospechables. Creía el Sargento que se trataba de algún sórdido campo de experimentación. Por eso, cuando vieron a aquella hermosura recostada sobre la estrecha orilla, les pareció no menos que un milagro: cómo explicar la presencia de una mujer altísima y hermosa, de piernas larga y cabello rubio, en la soledad diminuta de una tierra infértil. Se escondieron. Los cinco detrás de lo que parecía un desfigurado barco de vela. Ella, impávida, completamente desnuda, tirada bajo el sol moribundo. El Sargento marcó la táctica con sus manos. El enemigo debía ser rodeado. Los dos soldados, agazapados fueron por el franco derecho mientras Humo y el Sargento avanzaba por el izquierdo. Sentado, sin movérsele un pelo, mirando la escena grotesca, con aparente ironía el Almirante se sonreía. No la tomaron por sorpresa. Ella no tuvo reacción. Dejó hacer. Humo pensó: mejor así. Los soldados le ataron las piernas con unas lianas. Las manos fueron atadas con los propios pelos de la victima. El Sargento por las dudas le apuntaba. Le apuntaba entre las cejas, aunque la mirada del Sargento se fugaba hacia los delineados y verdes ojos de la mujer. Ella le llevaba entre dos y tres cabezas, debían tener cuidado. El primero en abordarla fue Humo, que andaba desesperado, Smith lo dejó hacer. Toda la tripulación le tenía respeto, había sufrido torturas de todo tipo en las diversas batallas del pasado. Era una justa recompensa. Brincó Humo sobre el cuerpo de la mujer y fue, cortés, dando besos por toda la larga trayectoria de la pierna derecha hasta llegar, luego de unos minutos, al punto de unión. Los truenos de un cielo lejano, como golpes a una puerta, amenazaron la sed de la patrulla. Por prevención, el Sargento ordenó cargar a la mujer hasta la Hidronave; no fue, como pensó Humo, por envidia y vanidad. Ninguno se percato que el agua estaba más caldeada que nunca, parecida a la boca de una divinidad maligna.
Les llevó un tiempo encontrar el método propicio para cargarla pero, como es sabido, las ansias de navegar mueve el bote. La ataron a la proa, las finas piernas de la mujer quedaron a la intemperie, golpeadas por las olas. Smith destapó una botella, permitiendo que los soldados tomaran de ella. El barco estaba de fiesta. Humo se dio cuenta que mejor era desatarla, ella dejaría que pase de todas maneras. Pero esta vez el turno de Humo se esfumó, ya no había orden en la Hidronave y todos eligieron, como un buen árbol de fruto, una parte de donde degustar. El Sargento se lanzó sobre los finos labios. El barco se movía con toda intensidad. Los soldados fueron hacia los pies. Humo se quedo en la intersección. Cada vez que se movían y caían volvían a la posición, los más expertos, como el Sargento, mejoraban su lugar: de la boca a los pechos. El Almirante miraba satisfecho. Debajo de las aguas, a esa altura danzantes, una especie de cráter empinado se empinaba, y se empinaba y se empinaba, aún más y más. Cuanto más cosas les hacían a la mujer más se empinaba. La nave terminó en alza por encima de las aguas.
De nuevo las manos largas, como cabezas de dragones marinos, penetraron las aguas y agarraron el cuerpo de la mujer desnuda. La mano derecha le dio a la mano izquierda el cuerpo de la mujer desnuda. La mano derecha fue con velocidad hacia el empinado cráter y de manera inexperta, aún, provoco su erupción. Las aguas volaron eléctricas para todas partes llevándose consigo a los soldados, a Humo, al Sargento Smith y su Hidronave.
Un dios, flaco y ágil, se irguió, dejando correr el agua desde sus alturas. El agua, la espuma. Agua que moja el piso del baño. Afuera, lo esperan dioses mayores con poderes aterradores sobre él. Pero ese día, había encontrado el primer goce, y a lo mejor, el único.
miércoles, 29 de abril de 2009
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